jueves, abril 25, 2024
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El regreso de los reciprocistas

Al comenzar el siglo XX el comercio exterior no era atractivo. Aunado a las eventualidades y costos del transporte, se consideraba problemático porque desequilibraba las cuentas nacionales y enfrentaba a los países. Se le achacaban todas las crisis económicas y los partidos políticos prometían erradicarlo y buscar en cambio, la autarquía. Muchos gobernantes de entonces se obsesionaron por evitar el déficit. 

Al comenzar el siglo XX el comercio exterior no era atractivo. Aunado a las eventualidades y costos del transporte, se consideraba problemático porque desequilibraba las cuentas nacionales y enfrentaba a los países. Se le achacaban todas las crisis económicas y los partidos políticos prometían erradicarlo y buscar en cambio, la autarquía. Muchos gobernantes de entonces se obsesionaron por evitar el déficit. 

Se tenía la idea de que los acuerdos comerciales entre naciones deberían tener por objetivo la reciprocidad total. Los negociadores necesariamente tenían que llegar al mismo nivel absoluto de acceso a sus mercados: otorgar idénticas concesiones y eliminar barreras de forma simétrica.

Reciprocidad no sólo implicaba que ambos participantes pagaban la misma tarifa por el mismo producto (por ejemplo, 10% por el trigo), sino que el volumen del comercio entre ellos también tenía que ser equivalente, con el fin de no incurrir en déficit. Si uno de ellos resultaba con superávit significaba que no había suficiente reciprocidad.

Alcanzar permutas en las que el volumen de importaciones tenga el mismo valor que las exportaciones es complicadísimo, toda vez que los productos varían en características y lo más importante, en costo. ¿Por qué tengo yo que venderte a un precio bajo si producirlo me sale más caro que a ti, o por qué tengo que comprarte a un monto más alto que lo que me indique la demanda? En todo caso, si yo tengo excedentes de trigo para vender, ¿para qué voy a comprar más?.

Estas realidades llevaron a los países al comercio administrado: establecer cuotas máximas de importaciones (por ejemplo, 230 mil sacos de café al año) o acordar un porcentaje máximo del mercado de ciertos productos que puede ser importado de un determinado país (como lo quiere hacer Estados Unidos con las maderas canadienses, poniéndoles un tope de 27%). Adicionalmente, esta forma de proceder hacía muy difícil alcanzar acuerdos multinacionales o entre países con diferente nivel de desarrollo. 

En ese contexto estalla la Primera Guerra Mundial y la economía de Estados Unidos resulta afectada. Apenas empezaba a recuperarse cuando cae en la Gran Depresión. Desde luego, los reciprocistas culpan a las importaciones y consiguen la aprobación de la Ley Smoot-Hawley, que aplicó altísimas tarifas a las mercaderías extranjeras. España, Suiza, Italia y Canadá respondieron elevando sus aranceles y asignando cuotas a los productos estadounidenses. Incluso el Reino Unido decidió reducir sus barreras de entrada en forma discriminatoria para favorecer a socios menos abusivos (el “sistema británico de preferencias”).

La economía americana se fue para abajo: la industria se detuvo por problemas de proveeduría y los exportadores no podían vaciar sus bodegas. Aconsejado por Cordell Hull, el presidente Franklin D. Roosevelt logró la aprobación de la Ley de Acuerdos Comerciales Recíprocos. Esta legislación tenía novedades interesantes que fueron decisivas para la expansión del comercio mundial.

Cambió radicalmente el propósito que debían alcanzar los acuerdos mercantiles. Ya no la reciprocidad total, sino relativa, al margen. Las tarifas no tenían que reducirse uniformemente, sino de acuerdo al interés de cada participante, así como a su capacidad para imaginar trueques y a su habilidad para negociarlos. Si uno pretende que le rebajen las tarifas de las naranjas le ofrece al otro algo que le importe, como pagar menos por venderme telas. No obtienen “lo justo” sino lo que pueden acordar. Ya no preocupa como influya esto en el equilibrio entre compras y ventas, sino que se respeten las reglas acordadas.

La llamada “reciprocidad de la primera diferencia” resulta más provechosa que el esquema anterior porque se permiten los trade-offs entre sectores diferentes y las partes van expandiendo sus exportaciones conmensurablemente, sin importar su tamaño ni su importancia dentro del comercio mundial. Países con mercados pequeños pueden no reciprocar en sectores en que les interesa exportar, como agricultura o manufactura de mano de obra intensiva; obtienen entrada a nuevos mercados al mismo tiempo que mantienen altas barreras a importaciones inconvenientes (una especie de acción afirmativa comercial).

Lo más importante es que se abrió la posibilidad de entablar acuerdos multinacionales, lo que dio origen al GATT y luego a la OMC.

En este marco hay que entender el discurso de Donald Trump en Vietnam: Estados Unidos quiere ahora tratados bilaterales y “recíprocos”, que permitan abatir el déficit. O sea, regresar a los convulsos años veinte.

 
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Cortesía de Investing.com

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