Esta semana, el Perú asumió la presidencia pro témpore de la Alianza del Pacífico (AP), al culminar la XIII cumbre celebrada en el balneario de Puerto Vallarta, México.
El importante emprendimiento de integración regional, que va camino a su octavo aniversario, agrupa, como se sabe, a Chile, México, Colombia y Perú, y concentra el 36% del producto interno bruto de América Latina y el Caribe y el 57% de su comercio.
La posta que recibe Martín Vizcarra, en particular, encuentra a la AP en quizá su momento de mayor expectativa. Ello, pues el proyecto no solo ha captado el interés de hasta 55 economías que actualmente participan como observadoras, sino especialmente la voluntad de cinco estados que buscan incorporarse como asociados, Australia, Canadá, Nueva Zelanda, Singapur –con quienes ya se han iniciado negociaciones– y, recientemente, Corea del Sur. Además, la AP firmó un plan de acción con el Mercosur(Argentina, Brasil, Uruguay y Paraguay), con el objetivo de facilitar el comercio entre ambos bloques, así como la movilidad de personas.
La dimensión de las economías que ahora buscan asociarse a la AP –dentro de las más grandes del mundo– representa una oportunidad única para expandir el comercio internacional, es decir, para abrir la puerta a empresarios y consumidores peruanos a un público mucho más extenso con el cual hacer negocios.
Una de las virtudes que ha tenido la AP y que explica su atractivo ha sido la estabilidad del esfuerzo asociativo de sus países miembros. Prueba de ello es el documento recientemente aprobado “Visión 2030”, que delinea los campos de trabajo de la AP para los próximos 12 años. Así, pese a las distintas banderas políticas e ideológicas que a nivel interno han defendido los mandatarios de los estados integrantes de la AP –algunas de ellas, incluso de corte proteccionista–, los avances en el campo internacional no se han visto afectados, al punto de lograr ya la libre circulación de un 96% de productos y servicios entre las cuatro naciones.
Esto viene a cuenta de algunos desafíos que enfrenta el comercio internacional en la coyuntura global actual. En los últimos meses, la principal potencia mundial, Estados Unidos, ha estado entretenida en inicios y frenos a guerras comerciales con quienes podrían ser sus más importantes socios (China y la Unión Europea), cuando no se ha ocupado en poner fin a otros importantes proyectos de alcance mundial (el TPP) o renegociar otros acuerdos (el TLC de América del Norte con México y Canadá).
En este contexto de inestabilidad propiciado, en gran medida, por las incontrolables vacilaciones de Donald Trump, esfuerzos que empiezan a consolidarse como la AP no solo representan un positivo símbolo de los beneficios de la apertura de mercados. Al mismo tiempo, se convierten en espacios de interés para aquellas naciones que han comprendido que la apertura comercial entre dos países no es un juego de suma cero, sino uno donde ambos tienen mucho más que ganar.
Así las cosas, la posibilidad cada vez más real de que la AP se vea reforzada con importantes economías mundiales no puede ser sino una buena noticia y un aliciente para trabajar a nivel interno en mejorar las condiciones de productividad de las empresas locales, es decir, en presentar una oferta más eficiente y competitiva a nuestros nuevos socios comerciales.