No ha tenido reparo en mostrar su descontento con los términos y los resultados del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN, o NAFTA por sus siglas en inglés) y de las relaciones comerciales con China, y ha amenazado con imponer aranceles a mercancías fabricadas en ambos países, lo cual sólo podría hacer, en el caso de México, en violación al acuerdo, el cual prohíbe la imposición de impuestos unilateralmente, y en el caso de China, en violación a las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) que prohíbe la imposición selectiva de aranceles contra países específicos y establece máximos arancelarios.
Se vale cambiar de opinión, y se vale procurar reformar ese orden. De hecho, es necesario hacerlo, pero de la forma correcta y por las razones correctas, y no por las que alega el Gobierno estadounidense.
Argumenta que los acuerdos han hecho que se pierdan trabajos manufactureros en Estados Unidos, pero probablemente más trabajos se han perdido por la automatización, e ignora todos los trabajos que se han creado. Pero además, no ha sido el número de empleos lo que más ha sido afectado sino los salarios y la calidad de los mismos. El desempleo subió desde 2008 pero fue por la crisis financiera pero ya se ha venido normalizando. Sin embargo, los salarios reales se han estancado y los empleos más abundantes son relativamente precarios, de tiempo parcial y sin beneficios. Esto no ha sido ni parece que será reconocido por el nuevo Gobierno, porque implicaría apostar por subir los salarios, algo inconcebible para un Gobierno conservador.
Ciertamente, el deterioro de los salarios y de la calidad de los empleos ha tenido que ver con los acuerdos comerciales porque los empleos industriales formales se han creado más velozmente en otras partes del mundo, en países que han aprovechado sus ventajas de salarios bajos y han sido proactivos en el estímulo a la producción y exportación de manufacturas, haciendo que haya menos puestos de este tipo en Estados Unidos. Pero también ha tenido que ver mucho con el debilitamiento de las regulaciones laborales estimuladas por empresas y políticos conservadores en ese país, que han favorecido desmedidamente a los empleadores.
También alega que la balanza comercial con México y China es muy deficitaria, como si esto fuera prueba suficiente de que las relaciones comerciales con esos países son desventajosas, y sin ver el panorama más amplio:
1) que muchas de las empresas que exportan a Estados Unidos desde esos países son estadounidenses, las cuales obtienen ganancias de capital;
2) que esas empresas ubicadas en México, China y otros países forman parte de cadenas de producción globales en las que participan activa y ventajosamente empresas localizadas en Estados Unidos;
3) que los productos y procesos de fabricación de esas empresas localizadas en México, China y otros países, son frecuentemente diseñados por empresas estadounidenses en suelo estadounidense, actividad por la que obtienen ganancias significativas;
4) que las partes más complejas, más intensivas en tecnología y más rentables de la producción de esas cadenas son realizadas por empresas ubicadas en Estados Unidos;
5) que con mucha frecuencia son empresas estadounidenses las que manejan esas cadenas y capturan el grueso de los beneficios; y
6) que esas mismas cadenas en las que participan empresas ubicadas en México, China y Estados Unidos exportan a muchas otras partes del mundo, de tal forma que sus ventas también halan a la producción y a las exportaciones estadounidenses.
Por todo lo anterior, es infantil, por decir lo menos, pretender medir los beneficios o perjuicios para un país de la relación económica con otro sólo evaluando el resultado de la balanza comercial.
De hecho, hablar del beneficio o perjuicio de un país es problemático. En realidad, deberíamos referirnos a grupos específicos en un país, y no al país en su conjunto, porque cada grupo (por ejemplo, trabajadores agrícolas, propietarios de empresas manufactureras, profesionales) es afectado de manera muy distinta. Algunos se perjudican, otros se benefician, quizás a costa de los primeros, y otros más se transforman.
Pero si fuésemos a hablar del conjunto del país, debido a su tamaño y su poder, Estados Unidos seguramente ha sido un gran beneficiario de los acuerdos comerciales, capturando partes muy importantes de las riquezas que se crearon gracias a ellos, y minimizando los efectos negativos, especialmente sobre los grupos que mayor capacidad han tenido para hacerse sentir.
También por eso es que el argumento de Donald Trump, cito, “Prácticamente, todos y cada uno de los países del mundo se han aprovechado de nosotros”, es tan inverosímil como ridículo, y por eso es que tanto sus propuestas como los fundamentos sobre los que pretenden sustentar el cambio en la política comercial estadounidense son tan débiles.
Si queremos hablar de reformas de la arquitectura comercial global, entonces no hablemos simplemente de aranceles a los productos de países que suponemos nos lastiman. Más bien hablemos de:
1. acuerdos comerciales asimétricos que den más espacio a las economías más débiles para hacer políticas de desarrollo productivo;
2. acuerdos comerciales que al tiempo que abren mercados, permitan proteger, en los países pobres y en los países ricos, a los sectores económicos más vulnerables y ofrezca opciones para su fortalecimiento y competitividad. Los acuerdos promovidos por Estados Unidos no se han caracterizado precisamente por eso;
3. acceso igualitario a recursos para que los países más pobres puedan defenderse en la OMC contra prácticas desleales de comercio. En la actualidad, el costo de defenderse o acusar es tan alto que solo los más ricos como Estados Unidos pueden hacerlo con efectividad;
4. reglas de propiedad intelectual más efectivas en la defensa del bien colectivo, que protejan menos a las grandes corporaciones, en especial las farmacéuticas, y más a la gente que sufre enfermedades. El Gobierno estadounidense ha defendido vehementemente el interés de sus empresas farmacéuticas en los acuerdos internacionales;
5. más espacios en los acuerdos comerciales para usar las compras gubernamentales a favor del desarrollo productivo y social, sin desmedro de una sana competencia; y
6. reglas para la inversión que no sólo protejan a las empresas sino a los Estados y a las comunidades frente a las empresas, cuando las situaciones lo ameriten. Los acuerdos promovidos por Estados Unidos generalmente los han sesgado a favor de las corporaciones.
En síntesis, no hablemos de vendettas contra países específicos sino de acuerdos comerciales para el desarrollo, que no constriñan a los Estados, sino que los estimulen y empoderen para fortalecer los vínculos económicos con el resto del mundo, promover el bienestar y proteger a los más vulnerables.
El otro camino, el del castigo a los pretendidos “enemigos comerciales”, implicaría el desconocimiento por parte de Estados Unidos de sus compromisos de topes arancelarios ante la OMC. El efecto dominó en el resto del mundo seguramente no se haría esperar, y equivaldría a la destrucción del sistema multilateral de comercio.
Este sistema, como se ha dicho antes, no es justo, pero es reformable, da certidumbre, provee reglas básicas convenidas de manera colectiva (aunque no igualitaria) que reducen el riesgo de abuso y discriminación, y tiene tribunales que buscan hacerlas cumplir.
No contar con él implicaría volver a un mundo sin reglas donde todos salimos perdiendo.